
Recuerdo un día... de un findesemana cualquiera en la playa, un día de verano con cara de otoño (o al revés, quizás). El día fue agradable, el sol calentaba e iluminaba con igual intensidad, pero una vez cayendo al horizonte, las nubes cubrieron cada rincón del cielo y el viento atrajo la lluvia con su suave canto. Y ahí estaba yo, viendo las gotas azotarse en las ventanas (cual avión kamikaze) sacrificando su vuelo en un intento por llamar mi atención mientras miraba concentrado los árboles danzando al ritmo de la tempestad, ahí estaba yo disfrutando de la naturaleza y del dulce sonido de los pinos agitándose.
Aquí estoy ahora, mirando otra ventana empañada por el frío, escuchando música mientras el agua cae sobre la ciudad, limpiándola según dicen, para que mañana vuelva a estar como ayer, quizás peor. Pero bueno, es la realidad de Santiago y es el precio a pagar por vivir en la ciudad capital, por tener facilidades que otros no tienen, por vivir encerrados en la rutina y habitar la urbe que no duerme.
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